Castagnino
Del 27.10.17 al 04.02.18
El espejo
Pinturas de Rodolfo Elizalde
Últimas obras de este discípulo de Juan Grela, que integró movimientos de vanguardia como Tucumán Arde y el Ciclo de Arte Experimental. Curaduría de Rubén Echagüe.
En la pintura de Rodolfo Elizalde, un rasgo característico siempre fue la homogeneidad de una paleta atenuada y plácida, y otro la tenaz ausencia de la figura humana.
Por eso es que en uno de los trece interiores que Elizalde concluyó en 2015 -el año de su muerte-, resulta tan significativa y a la vez tan misteriosa, la inclusión de su propia imagen reflejada en un espejo.
El usar un espejo para poder autorretratarse ha sido un lugar común en la historia del arte: lo que no es común es incorporar en el cuadro el espejo utilizado, “revelando el truco” o, mejor dicho, empleando el truco como un aventurado recurso expresivo, tal como lo hace Federico Fellini en aquella película donde se da el lujo de ir alejando paulatinamente la cámara, hasta desplegar ante el espectador azorado la totalidad del plató de filmación. Tanto ese gesto de Fellini -como el de Elizalde- implican desmontar el artificio, para que sea el arte el encargado de hacer visible esa realidad más profunda que pareciera latir, con insistencia, bajo el velo de lo meramente aparencial.
No es nada casual que en uno de estos trece óleos, que yo no vacilaría en llamar testamentarios, el pintor nos haya legado, en lugar de su autorretrato, su reflejo.
Ezra Pound escribió: “¡Oh extraño rostro ahí sobre el espejo! / Oh blasfema compañía, oh santo anfitrión, / Oh mi tonto rostro barrido por la tristeza…”. Pero Elizalde vislumbró, con genial intuición, que su reflejo lo eran también su mesa de trabajo, sus lentes, el suéter tirado sobre el respaldo de una silla, la mecedora, o el desmesurado jardín cerniéndose, amenazante, sobre un silloncito blanco, de juguete…
Tengo para mí que sus trece obras finales conforman así un único y emotivo “espejo”, plasmado pictóricamente con esa libertad que el artista fue ganando, con el correr del tiempo, poco menos que ilimitada.
Rubén Echagüe
Rodolfo Elizalde. Nació en Bahía Blanca en 1932 y se afincó en Rosario desde 1950, donde se formó en las disciplinas de pintura y grabado con el maestro Juan Grela. Integró históricos movimientos de vanguardia como Tucumán Arde y el Ciclo de Arte Experimental, para volcarse luego, casi con exclusividad, a la producción pictórica. En esta labor su obra conoció diversas etapas: el paisaje urbano sobrio y estilizado de los años 80, el paisaje rural de la década siguiente, y los motivos florales e interiores de su último período, en los que hace gala de un creciente compromiso afectivo, y de una concepción cada vez más personal y liberada de toda pauta preestablecida.
Participó con empeño en todas las actividades que tienen que ver con el quehacer plástico, dirigió su propio taller de enseñanza hasta el final de su vida, y falleció en Rosario en octubre de 2015.
Rubén Echagüe. Nació en Rosario (Argentina), donde se graduó como Licenciado en Artes Visuales y alternó la producción plástica con la redacción de innumerables catálogos, ensayos y artículos sobre su especialidad.
Crítico de arte, curador y jurado en numerosos certámenes, dirigió el Museo Municipal de Bellas Artes “Juan B. Castagnino” de Rosario y creó el Espacio de Arte de la Biblioteca Argentina “Dr. Juan Alvarez”, que coordinó a lo largo de veinticinco años.
Colabora con diversas publicaciones y es columnista free lance del diario “La Capital” de Rosario y de su suplemento “Cultura y libros”.
También dedicado a la producción poética, en dicho rubro ha publicado “La casa en llamas” (2013) y “Fin de la edad de oro” (2016).