Sede Castagnino
Del 25.10.13 al 01.12.13

Fundar. 3 miradas. 30 años.

Puzzolo/Glusman/Ostera

Fundar celebra 30 años patrocinando una muestra de fotografías, 3 miradas desde otros paradigmas de la arquitectura.

Foto de sala
Foto de sala

Durante la modernidad, la progresiva transformación de la creación estética en una actividad liberal permite que los artistas adquieran cierta autonomía sobre su trabajo, dando rienda suelta a su libertad y subjetividad.

La decisión de la empresa Fundar de festejar sus treinta años de existencia promoviendo la creación artística se acopla a esta herencia reactivando lazos olvidados, en un acto que no sólo beneficia a un conjunto de artistas de la ciudad de Rosario, sino que asume asimismo la responsabilidad social de acrecentar el patrimonio cultural local.

El proyecto toma como eje el universo de la construcción, uno de los más dinamizadores de la economía y el mercado laboral argentinos. Un ámbito que posee además connotaciones sociales y culturales evidentes. La arquitectura define el perfil vital e imaginario de una ciudad, delinea espacios, direcciones y volúmenes, crea sitios para la memoria, la interacción y la emoción. Las actividades y personas que participan en su edificación son por lo general agentes invisibles pero imprescindibles para su implantación en el horizonte urbano. Y hacia estos agentes dirigen su mirada los artistas elegidos para esta exposición.

Los medios de comunicación, las redes sociales y otros usos comunes de la fotografía suelen hacer énfasis en su capacidad para registrar la realidad cotidiana. En manos de los artistas, aquélla se transforma con frecuencia en un instrumento de análisis y reflexión que nos permite mirar hacia esa misma realidad pero con otros ojos, a través del examen y del pensamiento. Es desde esta perspectiva que Laura Glusman, Andrea Ostera y Norberto Puzzolo se abocan a la tarea de plasmar la complejidad de una actividad que involucra múltiples tareas, recursos y personas. El diseño, la planificación, las pruebas, la legislación, la coordinación y seguridad laboral, el balance entre cálculo y oficio, las terminaciones que transforman a las estructuras en espacios habitables, la interacción urbana, los innumerables individuos y familias que serán beneficiados por el resultado de todas estas actividades y tantas otras, conforman un conglomerado inagotable de situaciones que demuestran que el universo de la construcción no puede reducirse al simple oficio de erigir edificios.

Cada uno de los artistas ha optado por abordarlo desde un punto de vista diferente, guiados por sus intereses personales y en diálogo con su producción anterior. Cada uno ha sabido hacer suyo el tema y desbrozarlo hasta reducirlo a unas imágenes despojadas pero contundentes, en las que resuenan realidades y contextos no siempre evidentes de inmediato.

 

Norberto Puzzolo deposita su mirada en los trabajadores. Con ellos elabora escenas que los tienen por protagonistas y al mismo tiempo los transforman en monumentos. Amalgamando sus trayectorias de reportero y publicista, toma como eje un tema social (la paradójica relación de los obreros con las casas que edifican, el hecho de construir viviendas que no serán propias) y le imprime un tratamiento que saca provecho de ciertos recursos de la publicidad (coloca a los sujetos en primer plano y en poses estrictamente frontales, los ilumina de forma plena, utiliza sus lugares de trabajo como decorados, resalta colores y brillos, no oculta la artificialidad de las relaciones entre las figuras y los fondos). Casi siempre, los modelos miran directamente a la cámara interpelando con el poder de su mirada al espectador. El tamaño de las copias, que reconstruye la escala real de los trabajadores, refuerza la empatía con el público, que es llevado a enfrentarse con ellos de igual a igual. Mediante estos procedimientos, Puzzolo establece una primera relación, franca e íntima, entre ambos.

En lugar de retratar a los obreros en su ámbito cotidiano, el artista decide hacerlo en un estudio pidiéndoles que “representen” su rol habitual. Desde el principio es claro que no tiene la intención de ofrecernos un reporte de las actividades que realizan, que no se trata de trasladar al museo una experiencia laboral que de todas formas hubiera quedado reducida a una mera estampa visual, sino que, en una necesaria complicidad con ellos, decide elevar su labor a la categoría de un símbolo. Cada uno de los operarios plasmados en las imágenes toma el lugar, en realidad, de muchos otros. Sin dejar de ser quienes son –porque es imposible sustraerse a sus rasgos específicos, a sus gestos, a sus modos de enfrentarse a la cámara– se nos presentan como una suerte de monumento al trabajo (evocando, quizás inconscientemente, a ese otro monumento en el que descansa la identidad de Rosario). Este carácter monumental se refuerza en la inversión de escalas respecto de los edificios que construyen, que aparecen proporcionalmente muy pequeños por detrás, a la manera de una referencia contextual lejana.

Esta preeminencia de las figuras respecto de los fondos y su vocación simbólica, adquiere resonancias específicas en el museo. Puzzolo establece vínculos con la historia de la fotografía, con las obras de Lewis Hine y August Sander, pero no son menos importantes las filiaciones con la pintura retratista, en particular, la composición renacentista de Leonardo Da Vinci o de Rafael. En todos los casos hay algo en común: una dimensión profundamente humana. Esta es, sin lugar a dudas, una de las claves más importantes para comprender el trabajo de Norberto Puzzolo; una clave que está en el corazón mismo de su proyecto: en lugar de apropiarse de las imágenes de los obreros durante su faena, de capturarlos de manera inadvertida y transformarlos en “objeto” de sus fotografías (posición habitual de la práctica documental), el artista decide que éstos miren a la cámara, que se muestren a sí mismos como sujetos. La presentación de las fotos en polípticos fragmentados rompe también con cualquier pretensión de documento. Poniendo en evidencia la construcción de las escenas, nos dicen que no son ventanas hacia una realidad naturalizada sino imágenes en las que hay que detenerse a pensar.

 

Laura Glusman posa su mirada sobre otro aspecto del mundo de la construcción: los moldes de madera (encofrados) que se utilizan para dar cuerpo a las estructuras de hormigón que conforman los esqueletos de los edificios. En ellos encuentra una voluntad formal que tiene poco que envidiar a ciertas corrientes de la producción artística modernista como la escultura abstracta o minimalista. Armonía, simetría, proporciones y escalas ajustadas, equilibrio y hasta un singular sentido de belleza, se conjugan en estas organizaciones precarias y transitorias que se montan y desmontan de manera constante, que cumplen una función meramente utilitaria, que no suelen llamar la atención y que en principio no parecen poseer valor alguno. Salvo, por supuesto, para el ojo de una artista que es capaz de identificar y extraer de ellos unas propiedades con resonancias estéticas evidentes.

Sin embargo, el interés de Glusman no es únicamente formal. La erección de estas estructuras requiere de un saber muy preciso, muchas veces muy sofisticado, y de una habilidad artesanal que se va perdiendo a medida que la estandarización de las normas constructivas va imponiendo otros tipos de dispositivos modulares para la realización del mismo trabajo. En la rusticidad de la madera, en su adición inestable pero exacta, y en la mentalidad proyectiva de las personas que elaboran estas estructuras, se pone de manifiesto la pervivencia de esa habilidad artesanal y de ciertos modos de comprender la arquitectura que subsisten como resabios de experiencias que el tiempo no ha podido borrar, en especial en países como los de nuestro continente donde la tecnología no consigue desplazar por completo a la maestría constructora de una parte importante de sus habitantes (no es casual que los albañiles que trabajan en el llamado Primer Mundo provengan en gran medida de la América Latina). Así, en las ascéticas fotografías de la artista rosarina aparece también una dimensión humana que se presenta como un hacer y un saber, o mejor, como un saber-hacer, una destreza informal pero todavía indispensable. Al igual que Puzzolo, Glusman realiza sus fotografías en estudio y no teme resaltar su carácter artificial reduciendo los fondos a planos completamente neutros.

En su contexto natural, los encofrados son incapaces de presentarse a sí mismos como el producto de ese saber-hacer que son. La artista, en cambio, los transforma en objetos dignos de contemplación, los rescata de su temporalidad mundana y los “maquilla” como si fueran los protagonistas de una producción cinematográfica. Si éste fuera el caso, serían seguramente las figuras de una película épica. Hay algo de heroico en su persistencia inmaculada, pero también, hay una belleza profunda en esas configuraciones precisas que las fotografías des-cubren, revelan y exaltan.

 

Andrea Ostera agrega otra aproximación más al tema. A diferencia de sus colegas, no dirige su atención hacia el proceso de realización efectiva de los edificios sino a un momento anterior: la etapa en que éstos son proyectados. Aquí aparece la tecnología en todo su esplendor. Pero la artista está decidida a no dejarse seducir por sus efectos, sino que se propone penetrar en ella desde una perspectiva conceptual, subjetiva y poética. Primera decisión: la elección personal, el capricho. Selecciona los planos de edificios con nombres de mujer.

Salvo por el hecho de que ella misma es mujer, no hay otro motivo aparente para la selección, pero incluso con ese dato, ésta no deja de ser arbitraria: no hay, desde el punto de vista del diseño, una diferencia real entre los planos de edificios con nombres de mujer y los demás. Pero el arte no es el reino de la lógica y la intuición es siempre una aliada a la hora de la creación. La decisión está tomada. El arte puede no tener una lógica pero los programas de computación sí la tienen. Allí es dónde también ha decidido internarse la artista. En las propiedades del AutoCAD, Ostera descubre elementos que la hacen reflexionar sobre el medio que ella utiliza. A diferencia de la fotografía, esta popular herramienta para el diseño arquitectónico presenta un espacio ilimitado, inabarcable, abstracto, continuamente expandible. Un espacio de pura virtualidad. Esta virtualidad choca finalmente con la realidad del soporte que la vehicula: la pantalla. Y es aquí donde Ostera encuentra el material latente de su trabajo. Utilizando un lente especial, captura segmentos muy pequeños del monitor donde se reproducen los planos. Éstos quedan reducidos a píxeles, luces titilantes, ruido electrónico; los átomos de la representación digital.

En este nivel, es imposible identificar los rastros de los edificios proyectados. Más bien estamos en el reino de una geometría que bien podríamos llamar lúdica, claramente no operativa. Las fotografías de Andrea Ostera se proponen explorar esa ludicidad con el fin de descubrir una poética. Y en gran medida lo logran. Si la poesía es ese lugar donde las palabras se liberan de su sentido establecido para impulsar otros, aquí las líneas, los planos, los íconos e incluso las palabras se han desprendido de su dependencia instrumental y brillan como las estrellas de un firmamento visual que descubre una poesía en el fundamento mismo del pensamiento proyectual. Aquí, en este grado cero de la creación, el arte y la arquitectura celebran sus bodas. Y el museo se presenta como el marco de su celebración.

Rodrigo Alonso