Castagnino
Del 23.08.24 al 17.11.24

Espejo de agua

Una exposición de Sol Quirincich con curaduría de Eva Grinstein

Crédito: Ayelén Boglione Martínez

Restos de un monumento
Avatares de la historia y ficción

La historia es conocida pero vale la pena narrarla una vez más. Medio siglo antes de que se erigiera lo que hoy conocemos como Monumento a la Bandera de Rosario hubo otro proyecto, concebido por Lola Mora, que quedó trunco. No fue un mero boceto esbozado para morir en los papeles, fue una gran obra de mármol y bronce enmarcada en los festejos por el primer Centenario que debía alcanzar los dieciocho metros de altura, comisionada y financiada por la Nación, realizada en Italia y trasladada en piezas a la Argentina, donde fue finalmente rechazada. “No constituye una obra de arte en la verdadera concepción de la palabra —sostuvo el dictamen de los expertos— sino un conglomerado de pésima ejecución”. El presidente Marcelo T. de Alvear rescindió el contrato, por decreto.

Superado con creces el plazo de entrega pautado, el conjunto escultórico de Lola no contaba con los avales necesarios para su emplazamiento: debía sumarse a la abundante estatuaria conmemorativa que se planificó para 1910, pero corría 1925 cuando se lo evaluó de manera definitiva, decidiéndose su cancelación. El retraso se había debido a problemas presupuestarios, cuotas del Estado que no llegaron a tiempo para saldar los altísimos gastos del equipo de la artista en Roma. Quince años después de lo previsto, ya era tarde para que cumpliera su cometido. La coyuntura política del país había cambiado y, si bien Rosario aún deseaba tener su monumento, la intrépida escultora había perdido los apoyos oficiales que tanto habían impulsado su carrera a principios de siglo.

El ángel o Victoria alada que debía reinar en lo más alto se perdió; los soldados, el prócer Belgrano y su flamante bandera quedaron a la deriva durante décadas, itinerando por distintos puntos de la ciudad. A fines de los 90, una puesta en valor decidió recuperar las partes sobrevivientes y colocar los restos del monumento perdedor a un costado del monumento ganador, el del cuarteto dorado Guido/Bustillo/Fioravanti/Bigatti, inaugurado en 1957. Una reparación tardía para aquel proyecto que se soñó épico.

Plantadas a ambos lados de una pasarela que conecta la Catedral con el monumento imponente que hoy identifica a la ciudad, las esculturas de Lola Mora miran el cielo desde un espejo de agua, seco. ¿Cómo sería su vida junto al río, de haber alcanzado el destino de gloria que ansiaban? ¿Qué pasaría si la gesta belgraniana fuera recordada desde el punto de vista de una artista mujer, independiente, aventurera, audaz en su profesionalismo finisecular, discutida como toda pionera? En esos pensamiento se perdía Sol Quirincich cada vez que recorría la explanada y miraba estos íconos todavía pregnantes, turísticos.

Desde 2020, los infortunios de la obra rechazada se convirtieron para Quirincich en una obsesión. Devoró libros, recorrió archivos, recopiló nombres, fechas, anécdotas y opiniones y empezó a armar su propia versión de los hechos, restituyendo capas de espesor simbólico y reordenando los hallazgos bajo el tamiz de su mirada personal. De a poco, la investigación comenzó a materializarse en una serie de dibujos y bocetos en los que desanduvo los gestos de Lola.

Encontró fotos de sus manos y las retrató con fruición, rescató detalles —la nobleza de un moño, el animismo de los soles patrios, una dupla de caballos enamorados— y los redimensionó. Ensayó una versión esgrafiada de su único autorretrato volumétrico. Y trabajó sobre las palabras, poderosas palabras, llevando a grafiti de hierro algunos juicios vertidos sobre ella: cuando visita Rosario en 1903, la prensa local se sorprende con su fisonomía menuda y la describe como "poquita cosa en apariencia"; cuando la Comisión Municipal de Bellas Artes comunica su negativa a instalar el Monumento, señala que parece realizado por "ineptos oficiales marmoleros".

Quirincich elige adrede un material menor, el yeso, para evocar el derrotero del proyecto en un bajorrelieve de siete metros de largo pensado para ocupar una pared del Museo Juan B. Castagnino. Un friso que narra de manera no lineal los avatares del monumento inconcluso y de su autora, resituada en un lugar de protagonismo que la Historia —al menos en lo concerniente a la construcción identitaria rosarina— le negó. Cuerpos y símbolos, maquetas y tallas conviven, reunidos en un mismo plano. Se cruzan los puntos de vista. "Me saqué una selfie intentando que un ángel me cubra la espalda", dice Sol en uno de sus apuntes. También se corta un dedo, pasa noches sin dormir, hace cálculos de tamaños y pruebas técnicas. Le escribe, le habla. A veces se vuelve Lola.

Como esa figura maternal que, en uno de los fragmentos más notables del Pasaje Juramento, dirige la mirada del niño hacia la bandera bendecida, Sol Quirincich nos toma del brazo y nos lleva a mirar una escena construida en base a datos reales. Lo que veremos tiene mucho de fantasma y poco de patria cristalizada. En las reverberaciones del dibujo, en el blanco de los materiales y en el grito del hierro, habitan pistas de un capítulo de la historia del arte que sigue siendo necesario revisar.


Eva Grinstein

 

Sol Quirincich es Profesora y Licenciada en Artes Visuales por la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario. Realizó clínica de obra con Georgina Ricci y Lila Siegrist. Ha recibido el Premio Adquisición de la Fundación Castagnino en el 76° Salón Nacional de Rosario (2023) y el 2do Premio Adquisición en el 13° Premio Itaú Artes Visuales (2022). Participó en varias exposiciones individuales y colectivas, entre ellas: Concurso Nacional del FNA (2022), 17° Premio Nacional UADE (2022), 13° Premio Itaú (2022), Colección de arte Amalita Lacroze de Fortabat (2022), Salón Nacional del Museo Rosa Galisteo (2021), Salón Nacional de Rosario (2015). Sus obras forman parte de diferentes colecciones públicas y privadas. Vive y trabaja en Rosario.

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